miércoles, 7 de diciembre de 2016

LA SIRENITA

En el medio del mar, en las más grandes profundidades se extendía un reino mágico, el reino del pueblo del mar. Un lugar de extraordinaria belleza rodeado por flores y plantas únicas y en el que se encontraba el castillo del rey del mar.

Él y sus seis hijas vivían felices en medio de tanta belleza. Ellas pasaban el día jugando y cuidando de sus flores en los majestuosos jardines de árboles azules y rojos. La más pequeña de ellas, era la más especial. Su piel era blanca y suave, sus ojos grandes y azules, pero como el resto de las sirenas, tenía cola de pez. A la pequeña sirena le fascinaban las historias que su abuela contaba acerca de los seres humanos, tanto que cuando encontró una estatua de un hombre en los restos de un barco que naufragó no se lo pensó y se la llevó para ponerla en su jardín. La abuela les contó que algún día conocerían la superficie.

- Cuando cumpláis quince años podréis subir a la superficie y podréis contemplar los bosques, las ciudades y todo lo que hay allí. Hasta entonces está prohibido.

La pequeña sirena esperó a que llegara su turno ansiosa, imaginando como sería el mundo de allá arriba. Cada vez que a una de sus hermanas le llegaba el turno y cumplía los quince años, ella escuchaba atentamente las cosas que contaba y eso aumentaba sus ganas porque llegara el momento de subir.

Tras años de espera por fin cumplió quince años. La sirena subió y se encontró con un gran barco en el que celebraban una fiesta. Oía música y alboroto y no pudo evitar acercarse para tratar de ver a través de una de sus ventanas. Entre la gente distinguió a un joven apuesto, que resultó ser el príncipe, y por quien quedó embelesada al observar su belleza.

Continuó allí mirando hasta que una tormenta cayó sobre ellos repentinamente. El mar comenzó a rugir con fuerza y el barco empezó a dar tumbos como si se tratase de un barquito de papel, hasta que finalmente logró partirlo y mandarlo al fondo del mar. En medio del naufragio la Sirenita buscó al príncipe, logró rescatarlo y llevarlo sano y salvo hasta la playa. Estando allí oyó a unas muchachas que se acercaban, y rápidamente nadó hasta el mar por miedo a que la vieran. A lo lejos vio como su príncipe se despertaba y conseguía levantarse.

La Sirenita siguió subiendo a la superficie todos los días con la esperanza de ver a su príncipe, pero nunca lo veía y cada vez regresaba más triste al fondo del mar. Pero un día se armó de valor y decidió visitar a la bruja del mar para que le ayudara a ser humana. Estaba tan enamorada que era capaz de pagar a cambio cualquier precio, por alto que fuera. Y vaya si lo fue.

- Te prepararé tu brebaje y podrás tener dos piernecitas. Pero a cambio… ¡deberás pagar un precio!

- Quiero tu don más preciado, ¡tu voz!

- ¿Mi voz? Pero si no hablo, ¿cómo voy a enamorar al príncipe?

- Tendrás que apañarte sin ella. Si no, no hay trato

- Está bien

La malvada bruja le advirtió que nunca más podría volver al mar y que si no conseguía enamorar al príncipe y éste contraía matrimonio con otra mujer, moriría y se convertiría en espuma de mar. La Sirenita estaba muy asustada pero a pesar de todo, aceptó el trato.

La sirena se tomó la pócima y se despertó en la orilla de la playa al día siguiente. Su cola de sirena ya no estaba, en su lugar tenía dos piernas. El príncipe la encontró y le preguntó quién era y cómo había llegado hasta allí, la sirena intentó contestar pero recordó que había entregado su voz a la bruja. A pesar de esto la llevó hasta su castillo y dejó que se quedara allí. Entre los dos surgió una bonita amistad y cada vez pasaban más tiempo juntos.

PLa Sirenitaasó el tiempo y el príncipe le anunció al día siguiente su boda con la hija del rey vecino. La pobre sirena se llenó de tristeza al oír sus palabras pero a pesar de eso lo acompañó en la celebración de sus nupcias y celebró su felicidad como el resto de los invitados. Pero sabía que esa sería su última noche, pues tal y como le había advertido la bruja, se convertiría en espuma de mar al alba. A punto de amanecer, mientras contemplaba triste el horizonte, aparecieron sus hermanas con un cuchillo entre las manos. Era un cuchillo mágico que les había dado la bruja a cambio de sus cabellos y con el que si lograba matar al príncipe podría volver a convertirse en sirena. 

La sirenita se acercó sigilosa al príncipe, que estaba durmiendo y levantó el cuchillo...pero se dio cuenta de que era incapaz de acabar con él, aunque esta fuera su única oportunidad de seguir viva.

De modo que se lanzó al mar y mientras se convertía en espuma, conoció a unas criaturas espirituales: las hijas del aire.

- Todavía tienes una oportunidad de conseguir un alma inmortal. Tendrás que pasar trescientos años haciendo el bien como nosotras, y después podrás volar al cielo.

Mientras las escuchaba vio cómo el príncipe la buscaba en el barco, y en la distancia permaneció contemplándolo mientras una lágrima, la primera de toda su vida, comenzó a brotar por su mejilla.

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2. Año en que fue publicado
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EL PATITO FEO

Era una preciosa mañana de verano en el estanque. Todos los animales que allí vivían se sentían felices bajo el cálido sol, en especial una pata que de un momento a otro, esperaba que sus patitos vinieran al mundo.





– ¡Hace un día maravilloso! – pensaba la pata mientras reposaba sobre los huevos para darles calor – Sería ideal que hoy nacieran mis hijitos. Estoy deseando verlos porque seguro que serán los más bonitos del mundo.
Y parece que se cumplieron sus deseos, porque a media tarde, cuando todo el campo estaba en silencio,  se oyeron unos crujidos que despertaron a la futura madre.
¡Sí, había llegado la hora! Los cascarones comenzaron a romperse y muy despacio, fueron asomando una a una las cabecitas de los pollitos.
– ¡Pero qué preciosos sois, hijos míos! – exclamó la orgullosa madre – Así de lindos os había imaginado.
Sólo faltaba un pollito por salir. Se ve que no era tan hábil y le costaba romper el cascarón con su pequeño pico. Al final también él consiguió estirar el cuello y asomar su enorme cabeza fuera del cascarón.
– ¡Mami, mami! – dijo el extraño pollito con voz chillona.
¡La pata, cuando le vio, se quedó espantada! No era un patito amarillo y regordete como los demás, sino un pato grande, gordo y negro que no se parecía nada a sus hermanos.

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Durante quince días y quince noches vagó por el campo y comió lo poco que  pudo encontrar. Ya no sabía qué hacer ni a donde dirigirse. Nadie le quería y se sentía muy desdichado.
¡Pero un día su suerte cambió! Llegó por casualidad a una laguna de aguas cristalinas y allí, deslizándose sobre la superficie, vio una familia de preciosos cisnes. Unos eran blancos, otros negros, pero todos esbeltos y majestuosos. Nunca había visto animales tan bellos. Un poco avergonzado, alzó la voz y les dijo:
– ¡Hola! ¿Puedo darme un chapuzón en vuestra laguna? Llevo días caminando y necesito refrescarme un poco.
-¡Claro que sí! Aquí eres bienvenido ¡Eres uno de los nuestros! – dijo uno que parecía ser el más anciano.
– ¿Uno de los vuestros? No entiendo…
– Sí, uno de los nuestros ¿Acaso no conoces tu propio aspecto? Agáchate y mírate en el agua. Hoy está tan limpia que parece un espejo.

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Y así hizo el patito. Se inclinó sobre la orilla y… ¡No se lo podía creer! Lo que vio le dejó boquiabierto. Ya no era un pato gordo y chato, sino que en los últimos días se había transformado en un hermoso cisne negro de largo cuello y bello plumaje.
¡Su corazón saltaba de alegría! Nunca había vivido un momento tan mágico. Comprendió que nunca había sido un patito feo,  sino que había nacido cisne y ahora lucía en todo su esplendor.

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– Únete a nosotros – le invitaron sus nuevos amigos – A partir de ahora, te cuidaremos y serás uno más de nuestro clan.
Y feliz, muy feliz, el pato que era cisne, se metió en la laguna y compartió el paseo con aquellos que le querían de verdad.

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2. Año en que fue publicado
3.¿Cúal es la moraleja de la historia?


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EL TRAJE NUEVO DEL EMPERADOR

Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia.
No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está en el Consejo”, de nuestro hombre se decía: “El Emperador está en el vestuario”.

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La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.
-¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela-. Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes.

Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.
«Me gustaría saber si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. Pero había una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz.
«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador-. Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él»

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El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos. «¡Dios nos ampare! -pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas-. ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó palabra.
Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. «¡Dios santo! -pensó-. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela».
-¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? -preguntó uno de los tejedores.
-¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes-. ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.
-Nos da una buena alegría -respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.
Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías.

Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.
-¿Verdad que es una tela bonita? -preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía.
«Yo no soy tonto -pensó el hombre-, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo.
-¡Es digno de admiración! -dijo al Emperador.
Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.

-¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados dignatarios-. Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos -y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela.
«¡Cómo! -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».
-¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la apruebo-. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada.
Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: -¡oh, qué bonito!-, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela en la procesión que debía celebrarse próximamente. -¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!- corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella.
El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones para que se las prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.
Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: -¡Por fin, el vestido está listo!
Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:
-Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. -Aquí tienen el manto… Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, mas precisamente esto es lo bueno de la tela.
-¡Sí! -asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.
-¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva -dijeron los dos bribones- para que podamos vestirle el nuevo delante del espejo?
Quitose el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.
-¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos-. ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso!
-El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle – anunció el maestro de Ceremonias.
-Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? – y volviose una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.
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Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decía:
-¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo!


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Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.
-¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño.
-¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! -dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.
-¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!
-¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero.
Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.
FIN

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martes, 6 de diciembre de 2016

SOLDADITO DE PLOMO


Érase una vez un niño que tenía muchísimos juguetes. Los guardaba todos en su habitación y, durante el día, pasaba horas y horas felices jugando con ellos.

Uno de sus juegos preferidos era el de hacer la guerra con sus soldaditos de plomo. Los ponía enfrente unos de otros, y daba comienzo a la batalla. Cuando se los regalaron, se dio cuenta de que a uno de ellos le faltaba una pierna a causa de un defecto de fundición.


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No obstante, mientras jugaba, colocaba siempre al soldado mutilado en primera línea, delante de todos, incitándole a ser el más aguerrido. Pero el niño no sabía que sus juguetes durante la noche cobraban vida y hablaban entre ellos, y a veces, al colocar ordenadamente a los soldados, metía por descuido el soldadito mutilado entre los otros juguetes.

Y así fue como un día el soldadito pudo conocer a una gentil bailarina, también de plomo. Entre los dos se estableció una corriente de simpatía y, poco a poco, casi sin darse cuenta, el soldadito se enamoró de ella. Las noches se sucedían deprisa, una tras otra, y el soldadito enamorado no encontraba nunca el momento oportuno para declararle su amor. Cuando el niño lo dejaba en medio de los otros soldados durante una batalla, anhelaba que la bailarina se diera cuenta de su valor por la noche , cuando ella le decía si había pasado miedo, él le respondía con vehemencia que no.

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Pero las miradas insistentes y los suspiros del soldadito no pasaron inadvertidos por el diablejo que estaba encerrado en una caja de sorpresas. Cada vez que, por arte de magia, la caja se abría a medianoche, un dedo amonestante señalaba al pobre soldadito.

Finalmente, una noche, el diablo estalló.

-¡Eh, tú!, ¡Deja de mirar a la bailarina!

El pobre soldadito se ruborizó, pero la bailarina, muy gentil, lo consoló:

-No le hagas caso, es un envidioso. Yo estoy muy contenta de hablar contigo.

Y lo dijo ruborizándose.

¡Pobres estatuillas de plomo, tan tímidas, que no se atrevían a confesarse su mutuo amor!

Pero un día fueron separados, cuando el niño colocó al soldadito en el alféizar de una ventana.

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-¡Quédate aquí y vigila que no entre ningún enemigo, porque aunque seas cojo bien puedes hacer de centinela!-

El niño colocó luego a los demás soldaditos encima de una mesa para jugar.

Pasaban los días y el soldadito de plomo no era relevado de su puesto de guardia.

Una tarde estalló de improviso una tormenta, y un fuerte viento sacudió la ventana, golpeando la figurita de plomo que se precipitó en el vacío. Al caer desde el alféizar con la cabeza hacia abajo, la bayoneta del fusil se clavó en el suelo. El viento y la lluvia persistían. ¡Una borrasca de verdad! El agua, que caía a cántaros, pronto formó amplios charcos y pequeños riachuelos que se escapaban por las alcantarillas. Una nube de muchachos aguardaba a que la lluvia amainara, cobijados en la puerta de una escuela cercana. Cuando la lluvia cesó, se lanzaron corriendo en dirección a sus casas, evitando meter los pies en los charcos más grandes. Dos muchachos se refugiaron de las últimas gotas que se escurrían de los tejados, caminando muy pegados a las paredes de los edificios.

Fue así como vieron al soldadito de plomo clavado en tierra, chorreando agua.

-¡Qué lástima que tenga una sola pierna! Si no, me lo hubiera llevado a casa -dijo uno.

-Cojámoslo igualmente, para algo servirá -dijo el otro, y se lo metió en un bolsillo.

Al otro lado de la calle descendía un riachuelo, el cual transportaba una barquita de papel que llegó hasta allí no se sabe cómo.

-¡Pongámoslo encima y parecerá marinero!- dijo el pequeño que lo había recogido.

Así fue como el soldadito de plomo se convirtió en un navegante. El agua vertiginosa del riachuelo era engullida por la alcantarilla que se tragó también a la barquita. En el canal subterráneo el nivel de las aguas turbias era alto.

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Enormes ratas, cuyos dientes rechinaban, vieron como pasaba por delante de ellas el insólito marinero encima de la barquita zozobrante. ¡Pero hacía falta más que unas míseras ratas para asustarlo, a él que había afrontado tantos y tantos peligros en sus batallas!

La alcantarilla desembocaba en el río, y hasta él llegó la barquita que al final zozobró sin remedio empujada por remolinos turbulentos.

Después del naufragio, el soldadito de plomo creyó que su fin estaba próximo al hundirse en las profundidades del agua. Miles de pensamientos cruzaron entonces por su mente, pero sobre todo, había uno que le angustiaba más que ningún otro: era el de no volver a ver jamás a su bailarina…

De pronto, una boca inmensa se lo tragó para cambiar su destino. El soldadito se encontró en el oscuro estómago de un enorme pez, que se abalanzó vorazmente sobre él atraído por los brillantes colores de su uniforme.

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Sin embargo, el pez no tuvo tiempo de indigestarse con tan pesada comida, ya que quedó prendido al poco rato en la red que un pescador había tendido en el río.

Poco después acabó agonizando en una cesta de la compra junto con otros peces tan desafortunados como él. Resulta que la cocinera de la casa en la cual había estado el soldadito, se acercó al mercado para comprar pescado.

-Este ejemplar parece apropiado para los invitados de esta noche -dijo la mujer contemplando el pescado expuesto encima de un mostrador.

El pez acabó en la cocina y, cuando la cocinera la abrió para limpiarlo, se encontró sorprendida con el soldadito en sus manos.

-¡Pero si es uno de los soldaditos de…! -gritó, y fue en busca del niño para contarle dónde y cómo había encontrado a su soldadito de plomo al que le faltaba una pierna.

-¡Sí, es el mío! -exclamó jubiloso el niño al reconocer al soldadito mutilado que había perdido.

-¡Quién sabe cómo llegó hasta la barriga de este pez! ¡Pobrecito, cuantas aventuras habrá pasado desde que cayó de la ventana!- Y lo colocó en la repisa de la chimenea donde su hermanita había colocado a la bailarina.

Un milagro había reunido de nuevo a los dos enamorados. Felices de estar otra vez juntos, durante la noche se contaban lo que había sucedido desde su separación.

Pero el destino les reservaba otra malévola sorpresa: un vendaval levantó la cortina de la ventana y, golpeando a la bailarina, la hizo caer en el hogar.

El soldadito de plomo, asustado, vio como su compañera caía. Sabía que el fuego estaba encendido porque notaba su calor. Desesperado, se sentía impotente para salvarla.

¡Qué gran enemigo es el fuego que puede fundir a unas estatuillas de plomo como nosotros! Balanceándose con su única pierna, trató de mover el pedestal que lo sostenía. Tras ímprobos esfuerzos, por fin también cayó al fuego. Unidos esta vez por la desgracia, volvieron a estar cerca el uno del otro, tan cerca que el plomo de sus pequeñas peanas, lamido por las llamas, empezó a fundirse.

El plomo de la peana de uno se mezcló con el del otro, y el metal adquirió sorprendentemente la forma de corazón.

A punto estaban sus cuerpecitos de fundirse, cuando acertó a pasar por allí el niño. Al ver a las dos estatuillas entre las llamas, las empujó con el pie lejos del fuego. Desde entonces, el soldadito y la bailarina estuvieron siempre juntos, tal y como el destino los había unido: sobre una sola peana en forma de corazón.

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